El órgano del verdadero universo: la verdad.

«No estáis «programados». Nada sucede porque tiene que suceder. Cada uno de los pensamientos que tenéis ahora cambia la realidad. No sólo la realidad como vosotros la conocéis, sino todas las realidades. Ningún acto vuestro predispone a un ser futuro a actuar de una manera concreta. Existen depósitos de actividad que podéis utilizar o no, según escojáis.» (Habla Seth II)

En el artículo «La verdad como vector de un feliz exilio…» hemos citado un poco al célebre Heidegger, muy poco, para simplemente comentar acerca de una sensación bastante clara: la de «no ser de este mundo», que diríamos que todo ser humano tiene, en el fondo (ya sea o no reconocida en tanto tal). Heidegger ya ha sido al parecer, por cierto, muy comentado al respecto del no-dualismo en el ámbito «intelectual».
Volvamos a esa sensación de «no ser… de este mundo»: ¡esa sensación tiene consecuencias cósmicas! No solo no se trata de una «tontería», sino que tiene que ver con el origen de este universo, como hemos hablado en artículos anteriores.
Esta sensación la podemos alimentar y nos podemos ayudar a «concebirla», con escritos, conceptos…, etc. Aunque debemos tener en cuenta el hecho de que todo trabajo conceptual sigue siendo «para el ego» a no ser que estemos alerta…, y en principio no tiene por qué «servirnos» para mucho —o no más que ninguna otra cosa en particular— a la hora de nuestro trabajo práctico en tanto que gente que practica o empieza a trabajar un sistema de «no-dualismo puro» para ir «deshaciendo» la ilusión (deshaciendo el ego con trabajo para empezar sobre todo mental, es decir, yendo a la causa). Digamos que «los conceptos» no tienen por qué «servir» a no ser que recordemos, como siempre —y haciendo lo que sea que estemos haciendo…—, nuestra verdadera función —de la cual hablaremos aquí esta vez a cuento del «órgano».
De todas maneras digamos que podría parecer a veces que es fácil alimentar la sensación —o la convicción— de «no ser de este mundo» con escritos como los de Heidegger así como con los del también comentado Badiou (así como con muchos más tipos de escritos, filosóficos o no, por supuesto).
Al final, podemos también dar otro tipo de «conclusión» sobre todo esto que venimos contando o resumiendo en el blog, diciendo que somos órganos de la verdad; somos un órgano, si queréis, de un «organismo» llamado «verdad» (o «Cielo»).
Es decir, que somos parte del trabajo del órgano de la verdad que este universo «contiene» en tanto que ilusorio (verdad «contra» ilusión), o bien que este universo es (para nosotros, el falso universo podría ser visto también como un «órgano para la verdad» mediante el reconocimiento de dicho órgano en nosotros).
Este universo contiene, o es, dicho órgano, y desde el momento ilusorio en que nosotros decidimos olvidarnos ilusoriamente de la verdadera realidad (nuestra unidad en el Cielo con la Mente de Dios), y tras el cual dimos lugar a este sueño que llamamos universo o «realidad», a este sueño que soñamos y que fabricamos desde un nivel colosal de la mente inconsciente, y en tanto que «gigantesco» auto-engaño y ataque ilusorio a nuestra verdadera naturaleza. Pero este es un nivel, por cierto, al cual tenemos que —y podemos— re-engancharnos para así poder negarlo, también; es decir, para, una vez re-enganchados ahí, poder simplemente reconocer su irrealidad (y por tanto deshacerla perdonando también esta «última ilusión»).
Este universo real, el del Cielo, no necesitaba justificarse ni darse «órganos» (ahora veremos o invitaremos a ver un poco, con Heidegger, algo sobre qué es un órgano en un organismo).
Resulta que ocurrió eso que hablábamos en el artículo sobre «Dos universos, una verdad»…: una «parte» del Hijo se «durmió» (nosotros nos dormimos cuando soñamos que la separación era posible, y cuando «hoy» seguimos reiterando tal decidirnos por una «creencia falsa»: el ego). Entonces, al «sentir» ese error, sí sucedió que en el universo real, en el Cielo, se dio una respuesta inmediata ante dicha idea ilusoria, la idea de la separación: se dio y se nos dio por tanto el «órgano» de nuestro recuerdo de la unidad, que hemos perdido solo ilusoriamente, el órgano de nuestra unidad con Dios, el órgano de la verdad.
Este órgano se llama —en nuestra tradición y en el Curso «no-dualista puro» de Jesús, dictado en los años 60 del siglo XX: «Espíritu Santo». Y lo «llevamos» todos «dentro», pues todos «representamos» partes de esa «capacidad organísmica». Así que tarde o temprano, aunque siempre ya lo hacemos en parte…, haremos más caso «consciente» («uso») de nuestra función, ya que ésta es un mero recordatorio de lo que siempre fue, y será, nuestra función en el Cielo (que es la única realidad verdaderamente existente).
Así pues, nosotros siempre somos también órganos de la verdad, o bien digamos que podemos manifestarnos en tanto que parte del trabajo del órgano de la verdad en este universo.
¿Qué es un órgano?
El «maravilloso» texto de Heidegger citado en «La verdad como vector de un feliz exilio…» contiene una discusión sobre los organismos, la vida biológica, la esencia del mundo animal, del mundo humano…, sus comparaciones… —en su segunda parte.
En sus páginas podemos aprender a diferenciar «utensilio» de «órgano»; y esta diferencia le sirve a Heidegger para ir localizando la esencia de lo vivo biológico, para así contrastar o determinar mejor la del «mundo humano».
Un utensilio es algo ahí, ya dispuesto, ya listo para ser usado, como una respuesta ya dada y terminada a un «para qué»: el martillo es un «para… clavar» (y más cosas, pero no importa).
El órgano, por ejemplo un ojo, también responde a un «para qué», sí, de acuerdo, pero él no es esencialmente algo ya ahí, listo, dispuesto, terminado, para su uso. El órgano «parte del organismo», es fabricado por una capacidad del organismo: el poder ver. El ver, la capacidad, se da órganos, «fabrica» órganos, aunque también puede no fabricarlos, o casi no fabricarlos: puede hacerlo y sin embargo la capacidad puede seguir estando ahí (atrofia, etc.).
Así pues, es antes la capacidad del organismo que por ejemplo la forma externa del órgano: lo esencial es el poder ver, en tanto capacidad.
Así, por mucho que constatemos, los humanos, las formas o los resultados posibles de los órganos animales…, es decir, por más que constatemos realizaciones del órgano en cuestión para ver (hablamos del ojo en concreto)…, no damos con la capacidad: es decir, «a partir de las realizaciones del órgano no podemos determinar en absoluto la capacidad de ver, ni el modo como lo que el órgano realiza [lleva a cabo] se toma al servicio del poder ver.» (p. 282).
El órgano (en este caso el ojo) está sujeto al servicio del poder ver, de la capacidad, en el organismo.
En el caso del universo, ante nuestro sueño, como respuesta, el Ver auténtico se dio un órgano (un «ver auténtico» porque lo que vemos en el universo es…, contra todo pronóstico…: falso). Es decir, la Verdad se dio un órgano; la realidad del Cielo —o Dios— se dio un órgano, y nos lo da constantemente; podemos «usarlo» siempre que queramos reconocerlo, acordarnos de él, y siempre que queramos despejar los obstáculos que nos impiden este simple reconocimiento.
Nuestro órgano espiritual (el «espíritu santo») está al servicio del auténtico Ver, al servicio de la verdad (la no-dualista pura, que nos dice que «todo esto» es nuestro invento inconsciente, además de que es ilusorio; y que, si queremos vivir realmente, podemos aprender a deshacerlo, ya que lo que vemos aquí no es la vida real). Es por eso que el problema del «sujeto» es, como parece que ha aclarado bien Badiou durante toda su vida, el del ser sujeto de la Verdad, al servicio del poder Ver.
Este órgano es entonces el indicio de una «capacidad» que surgió en el universo una vez que nosotros nos dormimos. Aunque, como nuestro sueño es sueño, es decir, ilusorio, la historia de este órgano espiritual también pasará a la historia de la nada que hemos creado con este sueño: el universo.
El uso, en la ilusión, en este universo falso, el uso del órgano, puede dar realizaciones, resultados, obras, pero lo importante no es eso sino la capacidad, el poder Ver.
Badiou termina subordinando —por algo es filósofo— la Verdad, a los «efectos» de ésta en tanto que transformadora de los mundos (verdad como proceso que «recompone» el mundo, en la fidelidad a un acontecimiento transformador).
Es decir, Badiou aún reconcilia lo irreconciliable, aunque esa es la tarea que siempre, en general y por defecto, lleva a cabo esa «magia» que se llama «filosofía» («magia» es definida así, precisamente: como todo aquello que busque reconciliar lo que no se puede reconciliar: por ejemplo reconciliar «eternidad» con «existencia»…, o vida con muerte…, etc., como hace «la filosofía»).
La verdad es irreconciliable con el mundo. Es decir, nosotros «no somos de este mundo» pues estamos en el problema de la verdad. La verdad, en el mundo, meramente se refleja, y no tenemos por qué cegarnos con los resultados, los efectos, los reflejos; estos reflejos en el espejo ilusorio de la materia nos pueden cegar. Y, si nuestro problema es llegar a la esencia de la verdad, del problema de la verdad, no tenemos por qué dejarnos cegar. Si queremos ver el «Sol» que —metafóricamente hablando, claro— provoca dichos reflejos, unos reflejos que suceden tras las sacudidas relativas a acontecimientos que trastocan las coordenadas usuales en que los humanos nos movemos y definimos los marcos de actuación…, no debemos dejarnos cegar por los simples reflejos en el mundo. En realidad, ver ese Sol («amor perfecto»), es incomparable con respecto a esa otra posible «fascinación»: la del brillar de la aparente materialidad de este universo de ilusión; esa materialidad está basada en el miedo, y solo nosotros somos quienes —con nuestras proyecciones de amor, si vamos acogiendo el otro sistema de pensamiento, el del amor— podemos ver, a la materialidad de los cuerpos, las situaciones, el mundo, la materia, como algo «amoroso» en sí; ese «en sí» no está ahí fuera, siempre es nuestro y solo nuestro1.
Ese Sol, adelantémonos, es (y por algo se ha hablado tanto del tema, de ello, durante miles de años…), ese Sol es lo que siempre se ha llamado Dios (si os molesta el nombre…, decid: la Fuente, Diosa…, pero también podéis perdonar —en cuanto podáis— todo uso «patriarcal», en esta sociedad, pues no merece la pena sufrir no perdonando, y podéis así, sin ninguna molestia, llamarlo ‘Dios’; es una metáfora sin más).
El problema de la verdad, de Dios (nuestro miedo de Dios) es en realidad muy sencillo; tiene que ver con todo lo que ya hemos hablado, así que resumamos un poco otra vez lo comentado en el artículo arriba enlazado, titulado «Dos universos, una verdad»:
este universo es ilusorio, es fabricación mental nuestra, propia, pero a un nivel inconsciente que no reconocemos. Podemos volver a «conectar» plenamente con dicho nivel y deshacer la ilusión, pero para ello tenemos que deshacer todo el sistema de pensamiento que fundamenta esta ilusión. Este sistema es el sistema de pensamiento del miedo, el sistema del ego. Esta fabricación se dio tras un proceso que hemos comentado en ese otro artículo: tiene que ver, al final, con la existencia de un Dios en tanto que Mente, y de la cual nunca hemos salido, pero de la que sin embargo sí que creemos, ilusoriamente, que nos hemos separado. Además, se nos ha hecho temer esa Mente. Es decir, que hemos dado crédito al cuento de que debíamos temer a nuestra verdadera Fuente. Este temor y las respectivas defensas organizadas en varios niveles han terminado dando esta «vida», esta falsa vida, en este universo de cuerpos y materia, que nos sirve para mejor olvidar nuestra verdadera Fuente, que nada tiene que ver con esta materialidad del universo de cuerpos. Este universo y estos cuerpos son una especie de truco, por tanto, para que así podamos proyectar y reciclar aquí toda la culpabilidad inconsciente, inmensa, que conforma la culpa ilusoria por haber cometido esa especie de «pecado» que realmente nadie ha cometido jamás, puesto que es sencillamente ilusorio. ¿Ilusorio? Sí, y lo es incluso a nivel mental inconsciente del ego más «global», pues ese pecado, recordemos, es «la separación de Dios», que es algo imposible por definición. De esa Mente, «global», de Dios, por tanto, todos «formamos parte», pero, como dijimos, tenemos ese miedo ilusorio; y recordemos otra vez que ese miedo y esa culpa ilusorios conforman además también la «materialidad» de este universo.
Así que Badiou, como buen filósofo, evita la esencia del problema aunque nos lleva a un aspecto esencial. La evita obviamente para no «ver» a Dios, ya que como tanta gente, se declara dogmáticamente «ateo» (pues la academia y la tradición digamos que «obligan», en muchos casos).
Pero Badiou nos sitúa muy bien en una especie de «plano correcto», o incluso digamos que a veces sería «el plano operativo»; es el plano de la decisión; y ello lo hace debido a aquello que él mismamente comenta en su texto («Lógicas de los mundos»), lo hace animado por ejemplo por las profundas observaciones de Kierkegaard, quien ha sido también una motivación para otros muchos «pensadores». Badiou, pese a situarnos ahí bien, sin embargo —y como decimos, en tanto filósofo— subordina el plano de la Verdad —del que ahora hablaremos más— con respecto a sus realizaciones, a los efectos, los reflejos, los resultados que en el mundo «tiene» la verdad (en el mundo ilusorio, el «nuestro», el del ego, por supuesto).
Por tanto, la filosofía de este tipo, en general, nunca iría a la esencia de la verdad en tanto que es una capacidad «organísmica» —en el sentido en que Heidegger habla de «organismo»—, y que, además, tiene que ver con el problema de Dios (unificamos así, además, todos los problemas que nos traemos a nivel «intelectual»).
Esta capacidad, la de la verdad, en el universo, tiene que ver con nuestro poder decisorio (esto es digamos a donde nos lleva el incidir en el aspecto pura y aparentemente «laico» de la cuestión, que es el tema de Badiou). Podemos volver a decidir en cada momento. Pero primero tenemos que vernos en el «otro campo», el «otro plano», en el cual este aparentemente «nuevo» poder de decisión se puede dar y solamente se da tal cosa. Tenemos pues que poder situarnos en el plano adecuado para «volver a decidir». Este campo no es el del mundo corriente, y por eso decimos que «no somos de este mundo», sino que «tenemos» —»nos tiene», más bien— una especie de trato con la verdad, una especie de naturaleza cuestionante (o que es amiga de «lo cuestionante»), cuestionante de «lo global de un mundo», en todo su devenir…, sus modificaciones…, etc. Esa división se da claramente en Badiou, y ese es el valor que vemos en «su» obra, es decir, lo que veo retrospectivamente como parte del posible «camino» para alguna gente.
En el mundo falso normalmente nosotros solo «vemos» con los «órganos» del mundo (y adelantemos que eso no es «ver», no lo es realmente). Es decir, en el mundo ilusorio vemos con todas esas «capacidades» del mundo que están legisladas por el ego y su sistema de pensamiento basado en el miedo; ahí, el ego registra las diferencias entre los entes, los evalúa y los hace casar o introducirse en diferentes mundos donde los entes devienen según las reglas de las diferenciaciones mundanas: los entes se «mundifican» de acuerdo al sistema del ego: evaluación.
Sin embargo hay otro plano, hay una discontinuidad esencial, de la que hablábamos en el artículo anterior arriba citado: es el plano de la Verdad, es decir, aquel que en Badiou vemos caracterizado como el de una cierta «altura» desde donde ya todo se reduce a una decisión: sí, no.
En ese otro plano todo el mundo, es decir, todo el campo de diferencias mundano, se hace pasar por el punto de una decisión, al filo de una decisión que impulsa, que nos apremia a decidir y donde en realidad sabemos perfectamente —o más bien intuimos— cuál es la verdad y qué va a suponer «traicionarla», «negarla»… Y por cierto, en ese texto de Heidegger se habla también del vértice del instante, donde el mundo digamos que «se des-mundifica» (por eso lo traíamos a colación).
Este impulsarnos, este apremiarnos a decidir, es el colocarnos en dicho plano de la Verdad…, y siempre frente al plano de las diferencias (dislocados con respecto a él, en discontinuidad con el plano del devenir del mundo: «no somos de este mundo»), es decir, frente al plano de los devenires mundanos, el del aparecer de los entes. Este impulsarnos es pues un colocarnos en el plano de la Verdad, pero, en este caso, en el «laico», se trata de la cara de la Verdad que más bien apuntaría a sus «efectos» o sus resultados, a los efectos o resultados de la verdad, donde se nos mostrará siempre una disyuntiva entre «sí (alegría, fidelidad a la verdad…)» / «no (tristeza, traición…)», pero enfocada más bien hacia los efectos de recomposición que logre o no en los mundos en cuestión.
Pero la cruz, no la cara (en el castellano de aquí las monedas se dice que tienen cara y cruz…), la cruz de la Verdad —su otra cara, la que no sería «dogmáticamente laica»—, la que apunta al Sol y que nos lleva realmente hacia él, supone precisamente evitar toda «crucifixión», todo crucificarnos, todo resto de sufrimiento, de culpabilidad, de, por ejemplo un: «hay que cambiar el mundo» de ahí fuera; pues resulta que la cruz de la Verdad reconoce que el mundo, «ahí fuera», en realidad, no existe realmente, no puede «crucificarnos» (y esta cara se «responsabiliza» por ello de su fabricación, en aquel nivel de la mente inconsciente arriba comentado). No existe: es solo un guión del ego que nos da una oportunidad para, perdonando toda percepción (no otorgando realidad a ningún supuesto «pecado», falta…, no otorgando realidad a ninguna culpa, miedo…, pues todo son meras «faltas», mero «faltar de amor», es decir, no son nada…)…, perdonando toda percepción, decíamos, «escaparnos» de aquí. Esto, además, nos libera a todos, pues la separación es ilusoria. Nunca nadie se escapa solo pues nunca nadie estuvo solo, jamás.
Entonces, ese otro poder decisorio que vemos cuando miramos ese otro lado de la moneda de la verdad: el lado que no otorga realidad al mundo (lo que hemos llamado la cruz de la moneda…)…, sería más profundo, más directo, a la hora en la realización del plan del que en realidad formamos parte (el plan contrario al plan del ego, un plan al que dulcemente todos nos vamos a ir despertando). A un «laico» le puede parecer que no, que será más profundo hablar bien de los efectos de la verdad en la materialidad de este mundo. Y esto es muy bonito, y puede ser muy importante, pero no sería más «profundo» en el sentido en que estamos hablando, que sería un sentido que, si queréis, aglutina más o mejor «lo espiritual»…, es decir, un sentido que quiere ir «al grano» de lo que pasa aquí en este universo (para dejarnos de sufrimientos innecesarios, por cierto…); es decir, es un sentido que va más al grano del problema de la verdad (y como se ve, por el hecho de no olvidar a Dios, por cierto).
Por ejemplo, nosotros, sin los obstáculos de lo académico —que, triste y acríticamente, está «vaticanizado», por decirlo así; es decir, cuyo campo de pensamiento está configurado acríticamente por decisiones tomadas hace muchos siglos por instancias como el Vaticano o similares…—, nosotros, sin esos obstáculos, admitimos en escena —como ya hemos hecho en algunos textos— «hechos» que han sido en realidad casi totalmente «prohibidos» en nuestra tradición occidental, en la parte de la tradición que tira hacia la antigua tiranía del «sentido común». Es decir, hemos ampliado nuestro campo de realidad con la realidad de por ejemplo la reencarnación, una reencarnación en la cual parece que en Europa, un día, se creyó masivamente; o bien, los hemos ampliado también con la realidad de la iluminación, como algo posible para todo el mundo (no para «elegidos» o «crucificados» (recordemos que el mundo no puede crucificar realmente a nadie porque realmente el mundo no es nada y, como corolario, por ejemplo, la muerte o el sufrimiento —tomando dos realidades del lado «negativo» de la ilusión— en último término no existen)).
Así pues, tenemos ese otro poder decisorio o ese otro plano de decisión, que no es enseguida «llevado al mundo», la cruz de la moneda de la Verdad. Este otro plano es el que no otorga realidad al mundo, y que deja el campo de decisión, por así decirlo: en el interior (de donde nunca en realidad se retira, pues el interior es mucho más profundo y poderoso de lo que nos creemos, en sus estratos, muy conectados, aunque no los veamos). En él es posible, por tanto, dejar más espacio a la verdad; y esto supone, en último término, volver a conocer, reconocer, un Dios en tanto «amor perfecto», que está «dentro» de todos nosotros (más bien tenemos a su canal de comunicación, el que nos fue destinado), que está dentro en tanto que «facilitador» del milagro del cambio de percepción: que es lo único que realmente «cambia el mundo», pues el mundo de afuera no existe. Entonces, este otro plano, pasa como por encima de los reflejos mundanos que se dan a nivel de la materialidad de este mundo. Hablando de forma más tradicional y académica, estos reflejos mundanos se darían, según la terminología de Badiou, en el arte, la ciencia, la política y el amor, ya que éstos vendrían a ser los procesos «favoritos» para que se oiga esa llamada que la verdad realiza ante las puertas del mundo.
La verdad no está subordinada a nada de lo del mundo «ahí fuera» (política, amor «romántico», arte o «ciencia»: esos procesos que son usados, en realidad, en gran medida, como ámbitos «exquisitos» para la proyección de nuestro sentimiento de «ser especiales», uno de los fundamentos de esta ilusión, de la ilusión de individualidad, del sistema de pensamiento del ego).
Lo único real es nuestra unión en y con la Mente, con Dios, que solo hemos negado ilusoriamente; dicha negación ha dado lugar a este universo de muerte y destrucción (proyectado por nosotros mismos como «en otro nivel»). Entonces, la única decisión que «arregla» realmente algo es aquella donde vemos esta otra cara de la moneda de la verdad y, una vez situados en el plano en que podemos ver de frente al ego (sin necesariamente «analizarlo») con su sistema de pensamiento asesino (sistema basado en el miedo (simple falta de amor)), nos decidimos por el sistema contrario al suyo: por el sistema del amor, que es estrictamente incompatible con el otro, el del miedo (y en esta decisión nunca estaremos «solos» pues nunca lo estuvimos).

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1. Todo «fuera» es proyección de un «dentro», incluso lo es la «materialidad», aunque ella lo es a un nivel aparentemente más alto de la proyección de la mente inconsciente, que por defecto es la del sistema del ego-miedo. Esa aplicación trascendental del «en sí» al final «nos mata», nos hace tristes e infelices, es decir, falsos.
Es decir, si nos decimos que, por ejemplo: «mi hijo», «ese paisaje», lo que llamamos «vida» aquí…, etc., etc., si decimos que: «son cosas «buenas en sí»», «valiosas»…, nos engañaremos: jamás esas cosas son «en sí» amorosas, «buenas», por sí mismas…, pues realmente no existen «por ellas mismas»; y en último término todo son proyecciones. Concretamente, somos esencialmente nosotros quienes ponemos ese «sentimiento», y luego lo atribuimos a «lo de fuera», a veces con excusas que nos parecen enormes y que pueden justificar casi cualquier cosa: «es mi hijo/a», etc. Así, desde el nivel más concreto hasta el nivel cósmico (todo es mente) «lo de fuera» nunca está realmente «fuera», pues, en todos los niveles, hay «mente»; y por ello, lo de «fuera» es meramente neutro, y, en último término, no existe; es, digamos, para despistar 🙂 .
Y para seguir hablando de todo esto, es decir, de la felicidad, se puede ver aquí lo siguiente: «El cuidado de la felicidad es el cuidado de la verdad».

3 opiniones en “El órgano del verdadero universo: la verdad.”

  1. «
    Sobre el hilo de comentarios con Bertha.
    Por ahora no habrá más «debate» hasta que se tranquilice el ambiente, pues empezaba a surgir la ironía y el Curso no tiene nada que ver con por ejemplo «corregir a los demás», «convencer»…, etc., cosas que parecían ya empezar a apuntar —quizá apoyadas en dicha percepción de «ironía».
    Hablando de «Un curso de milagros».
    Hay poco que «dudar» ante un «sistema» (no-dualista puro) para la práctica interior. Si éste se elige, se elige; y si no, no se elige: bien sencillo, pues es una práctica, y a sus resultados se remite. Y siempre hacia el interior.
    Este sistema nos propone por tanto una práctica interior. Pero no se trata de retirarse del mundo, en absoluto. Si se elige este sistema, se trata de probar, sin más, «a ver qué tal», es decir, a ver si se verifican o no principios como el de:
    – «no hay orden de dificultad en los «milagros»» («milagros» que son en principio «simplemente» cambios de percepción)…,
    – o el de que «las ideas no abandonan su fuente».
    Así pues, esto no va de «teología», aunque lo parezca.
    «Un Curso de milagros» no va de corregir a nadie, ni de convencer a nadie; es un trabajo interior, no dualista puro, basado en el perdón generalizado, en el no reconocimiento de culpa, y es, por tanto, realmente imposible instituir ninguna «religión» con él.
    Es imposible también poder actuar de forma sectaria en el mundo cotidiano basándose en él si realmente se es coherente y se sigue la interpretación lógica, la sensata, de lo que se enseña ahí, que es fundamentalmente para la práctica (valorando muchísimo la mente). Tal interpretación no admite prácticamente «dobleces» (y por cierto, algunos católicos cometen el patético error de llamar, a un libro, a este libro, «secta» [sic]).
    Es obvio que este mensaje de “Jesús” (el del curso de milagros) debe «sentarles mal» a muchos católicos. Pero no a absolutamente todos les sucederá, pues en todos lados o en toda institución hay personas más o menos «inspiradas» que pueden obviar, en su práctica y en sus mentes, al menos un poquito, el terrorífico sistema del juicio, del juzgar, de la culpa, el resentimiento, el miedo, el sacrificio, el «martirio», etc., que no solo son cosas que inundan a la Iglesia católica, sino, en general, gran parte de lo «social humano» desde épocas incluso anteriores a la de Biblia (el catolicismo es otra muestra más de cómo las instituciones en general conservan el pasado escudándose en y deformando los «presentes rompedores» en los que se escudan: como el que supuso Jesús…, para «atar» con todo ello un futuro de más y más culpabilización, miedo, etc.).
    Así que, si van a durar las religiones instituidas —y desde luego que van a durar muchísimo más tiempo aquí, en el tiempo ilusorio de este mundo que creemos ser «lo real»…—, el motivo de que vayan a durar no va a ser otro que precisamente el hecho de que se «fundamentan» en aquello que fundamenta a su vez y en general «la sociedad» en general:
    la culpabilidad (ver por ejemplo la extensión de la misma que suponen las cárceles…); es decir, la «extensión» de las tinieblas de la culpa, el miedo —y de todo lo citado arriba.
    El problema de la religión «instituida» es inseparable de «lo social», ya que toda institución en el fondo se fundamenta en culpa extendida.
    Por eso la gente nos confundimos tanto, están tan mezclados los fines, y se da tanto esa situación donde uno ya no sabe si defiende su fe, su sueldo, su puesto de funcionario, su honor, su ego…, o si no será, más bien, que todo esto es inmensamente compartido en un «enorme Ego» que subsume todo lo anterior y que para más inri tiene consecuencias e importancia «cósmicas».
    Les sentará así pese a que, ya se sabe, o cualquier persona que se ponga a pensar un poquito sabe…, que la institución de la Iglesia —¡en general!— nada tiene que ver con el mensaje de perdón de Jesús (por casi los mismos motivos por los que ninguna institución, en tanto que institución, social, nada tiene que ver en general con el mensaje de Jesús).
    Para hablar de esto no hay por qué valerse de las fechorías, tan célebres —las más violentas— que cometió la Iglesia…, o aquellas que aún hoy lleva a cabo simplemente al permitir y prolongar esa sádica represión burda de la sexualidad, a la que se someten sus “fieles”, y que da al parecer los frutos de la subsiguiente “lógica” profusión del abuso de menores, etc.
    Jesús sabía que la religión es algo interior, que no se puede imponer nada al respecto; y tampoco quería darle importancia al cuerpo, no esa «importancia juzgadora»; el cuerpo es simplemente un medio para «reinterpretarlo» todo, repercibirlo…, y para utilizarlo amorosamente como medio de escapar alegremente de este «infierno» del ego, de la jerarquía, de la «vida comparada con la muerte»…, de la destrucción…, del caos…, de «la sociedad»…, o en definitiva «del universo», que no es verdaderamente nuestro hogar.
    El mensaje de Jesús ya fue tergiversado de hecho en los propios evangelios; y ello sucedió tras la destrucción que se realizó —al principio de la era «cristiana»— de los registros más fieles de la palabra de Jesús y de los hechos acaecidos, así como el filtrado del mensaje que ya realizó —¡en parte!— Pablo, llevando las ideas hacia «su terreno» teológico, a un terreno que en muchos aspectos enlazaba con la tradición bíblica más rancia, del pasado que sigue siendo nuestro presente y futuro «condenados»: culpa, castigo, sufrimiento, sacrificio, resentimiento…
    Para poder leer «bien» esos evangelios, que son más bien en gran parte una invención, más que otra cosa…, realmente hace falta mucha intuición, intuir muchas cosas. Y, por cierto, por ejemplo eso es lo que consiguió hacer Jefferson con la «limpieza» que al parecer hizo de la Biblia, al completo (no dejando nada del Antiguo Testamento); parece que llegó a dejar solamente contenidos relativos a la paz, el amor, el perdón y la sanación, en unos “testamentos reducidos” que no he leído y que terminaron al parecer en unas pocas páginas extraídas del Nuevo Testamento.
    Es obvio que si Jesús realmente se personificara hoy, lo que harían es o directamente matarlo, o intentar que lo metieran en un psiquiátrico, por muy coherente que fuera su mensaje. Pero menos mal que en realidad no hacen falta muchos más “shows” relativos a resurrecciones, pues tenemos esta precisa y coherente palabra no-dualista pura sobre el perdón avanzado que se trata y se practica interiormente con el “curso de milagros”, y que parece ir a la esencia de «por qué» todo se soluciona con —y la única solución es— un “perdón generalizado”.
    La Iglesia —¡en general!— no tiene nada que ver con Jesús pues en general en la Iglesia —y en muchas y muy variopintas religiones instituidas— se sigue alentando el “sistema del juicio”, como ya dijimos: con su “eterno” culpabilizar…, su “eterno” hacer que nos pensemos culpables (ya solo prácticamente por ser “cuerpos”…), el eterno querernos como pecadores…, como “gente a castigar”…, presentando ese bíblico “Dios” de antes de Jesús, el de la venganza y castigo por doquier…, o bien presentando un mundo intrínsecamente «pecaminoso»…, etc.
    Y de lo que se trataba era de desidentificarnos con el cuerpo, no de culparnos por habernos identificado con él. Se trataba de reírse de todo esto, y no de hacer más fuerte “la carne”, el miedo, etc., mediante la culpabilización “eterna”.
    Pero bueno, tenemos iglesia para rato, mucho rato, y «grandes religiones» instituidas para rato…, muchísimo rato en el tiempo ilusorio de «nuestro» universo (y pese a que la religión no se puede instituir…). El mundo…, es así.
    Pero para mí ha supuesto toda una «bendición», todo un “hilarse hilos”, el haber podido encontrarme con este mensaje “no-dualista puro” del Curso; en él se va hasta el fondo del problema del «juicio», y nos insta amorosamente a que no nos creamos mucho nada de lo que vemos, y que, poco a poco, nos lo creamos menos, y luego un poquito menos…, pero sin quitarnos la posibilidad de que sigamos siendo “normales” si nos gusta…: no se trata de «prohibir» nada así porque sí.
    Jesús era “amoral”, no inmoral, amoral; seguramente más o menos como cualquiera de los «genios», «gurús», «iluminados», que en el mundo ha habido. En el fondo el mundo «da igual»; pero en un sentido muy especial: si es preciso «ser bondadoso»…, es porque el mundo da igual, y, precisamente para no hacerlo más «pesado» aún, más denso, nosotros queremos y debemos ser felices, no exagerar, ser amorosos sin exageraciones, no ser condescendientes, no ir de héroes o repartiendo bendiciones a diestro y siniestro…, no convencer a nadie así porque sí…, etc… Por tanto no hemos venido aquí a nada de eso; solo a perdonar.
    Jesús debió practicar por tanto el no-juicio y se “iluminó”, o eso parece; y lo hizo entre otras cosas porque sabía que este mundo simplemente no era real: con su espacio, luz…, dimensiones…, “materia”, etc.…, sino que sabía que este mundo era lo dicho: un gigantesco truco del “gran-ego” para no mirar al interior y así no descubrir ahí dentro una Fuente totalmente diferente, feliz, que nos indica una realidad que, por otra parte, siempre hemos sido y seremos como “parte” de una Mente que solo ilusoriamente la hemos podido «separar» de nosotros.
    »

  2. Otro comentario en un foro «cristiano», en el cual «defiendo» el Curso:
    «
    SAMU10 decía:
    > la Biblia nunk mensiona que tenemos q aprender a hacer milagros…
    este Curso es algo gracias a lo cual yo me he «convertido» a lo que creo que es realmente la palabra de Jesús, y no me voy a dejar herir por vuestras palabras porque precisamente Jesús parece que lo que enseñaba es más bien perdón casi digamos que «por anticipado», un perdón así de «general», sin otorgar ninguna realidad a la culpa.
    Y me he «convertido», por tanto, no ya a una «religión», sino a «Dios».
    Y es que resulta que, para mí, la religión no se puede instituir, sino que más bien sería nuestra directa apertura a que precisamente el Espíritu Santo (el canal de comunicación que Dios destinó para despertarnos de este sueño de separación) obre con nosotros…, y a ir deshaciendo, con Él, el ego, en tanto que complejo sistema de pensamiento.
    Y lo que el Espíritu Santo obra con nosotros digamos que sí, que son «milagros», pero un «milagro», tal y como enseña este Curso, es algo muy general: es lo relativo, para empezar, meramente a un cambio de percepción (cambio de percepción de las relaciones, etc.).
    ercalo decía:
    > ¿te imaginas el dinero que se puede ganar vendiendo los milagros aprendidos?
    este texto del Curso de milagros está destinado básicamente para el trabajo interior, no hace ninguna falta reunirse, y a veces es seriamente contraproducente hacerlo, obviamente.
    Sería contraproducente porque por ejemplo podemos sentir que «se aprovechan de nosotros», si se da el caso de encontrarnos delante a alguien un poco «aprovechado», que en todos lados existen (existen en «lo laico»…, en la misma «Iglesia instituída»…, etc.).
    Pero el mensaje del Curso es extremadamente claro, y en realidad no da cabida a muchas interpretaciones, pese a que se hayan intentando hacer; así, en una «ocasión pública», en un encuentro con alguien «poco apropiado» que esté más o menos «perdido»…, la gente, siempre podríamos confundirnos por estar confundiendo a su vez ese sentimiento de «¿me engañan?» con el mensaje del Curso. Este mensaje no tiene nada que ver con estas posibles complicaciones de gente concreta más o menos «aprovechada».
    Es un curso totalmente destinado al trabajo interior; si se hace bien sanará nuestras relaciones, lo estoy empezando a comprobar.
    Siempre ha habido gente que se ha aprovechado de, por ejemplo, mismamente «libros», para con ellos impulsar cosas que nada tenían que ver con «el mensaje» (qué os voy a decir de lo que se ha hecho con la Biblia a ese respecto que ya no sepáis, imagino).
    > Resulta ser un libro que nos reduce a carne, simple carne.
    es justo lo contrario, y nos lleva a nuestra verdadera naturaleza como espíritu de una forma muy amorosa, animándonos a deshacer el ego con instrucciones muy precisas y sin por ello tener que abandonar nada; así parece que hacen también los maestros del Advaita Vedanta, una tradición muy «pura», «hindú», que también es no-dualista, como el curso, aunque el Curso parece que «completa» este no-dualismo, muy bien, añadiendo algo crucial: el perdón generalizado del que hablamos; hace mucho hincapié en que miremos la dinámica del ego sin miedo, de frente, y nos riamos de ella con el Espíritu Santo, perdonando toda «percepción». Así que es quizá esta insistencia sobre cómo llevar realmente adelante este «perdón generalizado» lo que parece que faltaría en el Advaita Vedanta (contando con que tampoco sé mucho de esto).
    manuel5 decía:
    > ..DICEN que la definición de la palabra «TIMO» es : ofrecerte algo que saben, de antemano, que no te van a poder dar.
    claro que los milagros no «te los van a poder dar», porque en primer lugar son cambios de percepción, y que se operan gracias a tu trabajo interior, tu apertura interior…, descubriendo el Espíritu Santo y, por tanto, en último término, al Dios real en el que siempre estuvimos.
    Ha habido gente que ha intentado e intenta hacer maniobras sectarias con este Curso, pero así como la hay que lo intenta y lo consigue con la Biblia.
    A este mundo, en realidad, solo hemos venido a perdonar todo esto.
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